Hoy me he levantado con el ánimo optimista y no he podido evitar reflexionar sobre la condición humana, y en mi caso además, la de ser hombre.
La minuciosa observación del funcionamiento de mi propio cuerpo, tras muchos años de compartir juntos los avatares del vivir, me llevó a la siguiente conclusión: ¡pero si no soy más que un tubo digestivo con patas! Día tras día la absorbente rutina de introducir alimentos por un lado y expulsarlos por otro me llevaba a la sensación de ser poca cosa, comparado con los abundantes ditirambos que circulan sobre nuestra especie. ¡Qué grande es ser hombre (o mujer), cumbre de la evolución y tan alejado del resto de las criaturas que pueblan nuestro planeta!
Sin embargo si observas la estructura de un protozoo unicelular y cómo va por el mundo igual que tú, tragando por un lado y expulsando por el otro caes en la cuenta de que nuestro organismo pluricelular funciona exactamente igual.
La suma de muchas células no ha cambiado la esencia ni el mecanismo de vida. Productos químicos que se asimilan y desechos que no aportan nutrientes al organismo. Stricto sensu, somos exactamente igual que un protozoo, cuyo único leitmotiv es mantenerse alimentado para poder reproducirse. Nos han salido piernas, sí, cuya finalidad evolutiva es correr más que los que nos quieren comer, y ser más veloces que las piezas de caza que nos alimentan. Y brazos, cuya finalidad es dotarnos de la habilidad suficiente como para manejar un arco o cascar un coco. También es verdad que nos han servido para amar, abrazar y proteger.
Hoy que me he levantado optimista afirmo que lo único que nos hace hombres (y mujeres) es el arte, que no es nada más que un juego para olvidar lo que en realidad somos: un bello tubo digestivo que camina y piensa. Las células unidas jamás serán vencidas, o cómo es posible que ese montón de protozoos unicelulares decidieran unirse para ser más eficaces y formar un día un organismo pluricelular capaz de pintar Las Meninas o de componer el concierto Nº 3 de Rachmaninoff.